TORO NEGRO



Shree Vasant sigue buscando el toro negro. Sus seguidores le indicaron ya, con mucho respeto, que en Chile es muy raro ver toros, sobre todo en la zona norte, le explicaron que en este valle hay tan sólo un puñado de ovejas y cabras merodeando libremente, en busca de abrojos y otros pequeños brotes que les sirvan de sustento. Los discípulos están cansados, pero no pueden rendirse, pues el gurú insiste y es el gurú. Ya saben que no hay en todo el Valle del Elqui un lugar llamado Rosa, ni Santa Rosa ni nada parecido, ni siquiera había una Rosa dueña de algo en todo el Elqui, apenas hay un par de rosas plantadas y creciendo a su amaño en algún jardín. Pero ante la tenaz porfía del maestro, y seguramente harto de caminar, un discípulo inspirado bajó del Valle al Conservador de Bienes Raíces en La Serena, a revisar la historia de las propiedades de la zona. Descubre que hace  cien años atrás, existió el fundo Doña Rosa, en el área conocida hoy como llama Río Mágico. Retoman entonces la caminata, encarando el Valle hasta su parte más alta, dejando atrás las viñas y los papayales y los árboles frutales que se observan en la zona. Las alpargatas que llevan no son buena amortiguación entre las piedras sueltas, y el calor de mediodía los hace añorar su templo húmedo y sombrío perdido en medio de las selvas del Oriente. Uno de los devotos deja de mirar sus pies para darse cuenta que el maestro se ha alejado de ellos, perdiéndose detrás de una roca en la ladera. Suben en cuatro patas a la cima, se detienen antes de llegar: el maestro está sentado, con sus pies colgando a cada lado de una enorme piedra negra, cuya sombre parece bramar, proyectando dos cuernos y una silueta inconfundible sobre el valle: Es aquí.

                El auto salta y tiembla por el camino y siento en mis nalgas cada piedrita por la que pasa. “El chinito” como le decimos cariñosamente, no está hecho para los caminos rurales, con su motor uno punto cero y sus rueditas de triciclo. Ya he rezongado unas cuantas veces que me quiero devolver, que el auto no va a aguantar, pero mi mujer es más fuerte. Espero que el auto también sea así de fuerte, que sea mujer, que sea chinita, o vamos a quedar varados aquí, y el calor y el polvo de este lugar no me produce ninguna ilusión. Vemos una subida de gravilla suelta y mi señora cede ante la realidad, el chinito no puede subir esa loma. Lo dejamos estacionado frente a una especie de ruca de adobe, y empiezo a gritar tímidamente aló, imaginándome lo que viene. Mi mujer se oculta tras de mí, mientras le pregunta a una ancianita de pelo pajizo y ojos azules, por una pareja que vive por aquí, que mantiene ardiendo unos fuegos eternos frente a un portal, que abrió un maestro de la india hace unos ochenta años y que nunca se ha apagado. Que les traemos un juguito. Me voy avergonzando de las idioteces que voy diciendo en la medida en que van saliendo de mi boca. La mujer para mi sorpresa no se ríe, pero me mira con cara de “otro loquito más que viene al Valle a buscar una secta”. “No sé nada de fuegos eternos” me dice, “pero hay un matrimonio que cultiva hortalizas un poco más allá, pasando el camino de gravilla, es la última casa que hay, después el camino se acaba”. Dejamos el auto botado frente a la cerca de la señora, y seguimos caminando. No puedo creer que hayamos gastado toda esta plata, toda esta bencina, todo este tiempo, por una historia ridícula que nos contó una amiga, por una copucha. Llegamos frente a la última casa, y es más bien un conjunto de casas de campo de un piso, redondas, todas blancas. Parecen cabañas para arriendo, muy rústicas pero bien mantenidas. Si no hiciera el calor que hace, pensaría que son iglús y que este es un campamento esquimal. Gritamos “aló” por todos lados, ni siquiera un perro se nos acercó. Le dimos la vuelta a todo el lugar, saltando a cualquier sonido, pues el silencio era absoluto y solo el viento y nuestros pasos en el polvo se escuchaban. La casa del centro era diferente. Era de un piso igual, pero tenía una campana colgando de la puerta, que recordaba una de esas iglesias de pueblo mexicano. Nos acercamos, vimos la puerta entreabierta. Me asomé despacio y me detuve varias veces antes de atreverme a mirar lo que había en el interior. En el suelo había tiradas varias colchonetas, con mantos y colchas que daban la impresión de haber sido usadas hace poco. Moscas revoloteaban en esta única habitación a la que no nos atrevemos a entrar. De pronto mi mujer me empuja y entra sin titubear, aparta las colchas y sin decir nada, recoge una pequeña velita que no había visto en el centro de la habitación. Se sienta con los pies cruzados y toma un frasco de aceite que no sé de dónde salió, y vertiéndolo dentro de un vaso, deposita la vela adentro, que recobra fuerza en su llama. Me siento a su lado de la misma manera, y comienzo a recitar canciones que jamás oí. Así llevamos diez años, o quizás menos, no estoy seguro. Sólo paramos de meditar por turnos, para comer o dormir un poco. Si vienes al Valle, si has oído hablar de nosotros, por favor ven, y si puedes, tráenos un juguito.

Chispas


Me levanté hoy como siempre, pero algo cambió mientras avanzaba el día, me duché con una tranquilidad inusual, me vestí contento de vestirme, desayuné agradeciendo a la palta su paltez, a la miel su abejidad y al quesillo su lactosa. Salí pedaleando feliz y sereno, tomé la ciclovía y al enfrentar el ascenso los rayos del sol acariciaron mis pupilas mientras escapaban de la cordillera. En el semáforo, lento, intemporal, un cabello ajeno flotó frente a mí, lanzando relumbros y destellos de alegría, chispas al amanecer. Es mi primer día de casado y la luz se pone verde.

Secuestro express

El día que me rajaron en el examen de grado, apareció esto en el patio. Ironías del destino...


Plegaria para el examen degrado.


Cristo que me das la espalda

Poder que no me ves

Apiádate de mi alma

Escúchame esta vez.

Dame la última fuerza

Para el último peldaño

Que tras todos estos años

No haya un último revés

Reconozco -Cierto es-

Que esto me importa poco

Que me rasqué los cocos

Con los articulocos

Más de alguna vez

Llevo seis meses leyendo

Como un monje solitario

Pierdo la vista a diario

Mi cabello ya se fue

Señor que no me ves

Termina con mi calvario

Sólo pido que ese trío

De viejos mercenarios

No me chante un tres.

EXCESOS DEL HOMBRE MEDIO




Señores, se viene un saco de Peras... lanzamiento próximamente, con su correspondiente fiesta a la que por supuesto están invitados.

Gracias desde ya a todos los que me han apoyado, en todos estos años de dar a luz estas Peras, a los que regaron con paciencia y comprensión, a los que fertilizaron con sus palabras de aliento y a la fe de todos los que creyeron , creen o han creído que este árbol aunque es Olmo, da Peras.


Un Cuento de Navidad



El traje me quedaba bien, pero claramente no fue diseñado para el verano de Sudamérica. El viejito de Coca-Cola me tiene hecho una sopa, y sus colores albinos, creados con una base de maquillaje, se desvanecen en mi cara, develando mi bronceado fascinante, en algunas partes de mi cara. En resumen, soy un zombie navideño, si un niño se acercara, simplemente lloraría y pediría que nunca más haya navidad, que nunca más le traigan regalos, y se portaría mal todo el año por no verme aparecer de nuevo.

Llegamos a la primera casa y nos fue bastante bien. El éxito sin duda no lo tiene el viejito, sino la duendecita (mi compañera de universidad que me metió en esto), cuyas indisimulables curvas alegran la navidad del dueño de casa, cuyos libidinosos “¡jo jo jo!”, llenarían de espíritu navideño a cualquier ateo. Nos pagan una buena cantidad de billetes, lo que me hace pensar que esto es lo más cercano que he hecho a la prostitución: por una noche, visitando con un disfraz cinco casas, cobrando casi cuarenta mil pesos la hora, les hago mágica la fiesta.

Partimos a la segunda casa, esta vez en Las Condes y no en Lo Barnechea, y el resultado es más cercano a lo que yo me imaginé. El menor me vio entrar, y sencillamente entró en pánico, corrió despavorido y se escondió entre una puerta y otra, temblando. Los padres intentaban tomarlo con humor y yo moría de pena de imaginarme qué pensará el niño al verse amenazado por un viejo enorme que invadía su casa. Resolvimos el impás, asomando los regalos por el rincón en el cual se escondía el niño y se los fuimos entregando uno a uno. Los aceptaba con su manito temblorosa, esperanzado seguramente de que así lo dejaríamos en paz, y así fue. Partimos entonces a un departamento a pocas cuadras del lugar.

La madre era una señora que me había llamado todos los días desde que nos contrató, para llenarnos de instrucciones absurdas, como hablar sobre el significado de la navidad, que lo importante no eran los regalos, sino el nacimiento, vida y obra de Jesús, y otras cosas que para los niños son mucho más difíciles de creer que en el milagro de un regalo contante y sonante. En paralelo me llamaban sus hermanas, para decir que ella era un poco fanática, que no nos preocupáramos tanto, pero sí que nos aprendiéramos los sobrenombres y chistes internos de la familia, para ridiculizar a los adultos. Me aprendí, no sin esfuerzo, los nombres, edades y notas en el colegio de cada niño, asociados a su respectivo retrato, y los nombres y el regalo especial que cada adulto debía pedir.

Entramos y nos recibió la señora, que era como una vela: una vieja larga y seca que le corre la manteca. Pasamos y nos puso al medio de un círculo instalado en el living, con un monte sinaí de regalos que los niños no paraban de mirar, y sólo dejaban de hacerlo para decir con la mirada “reparte luego viejo de mierda”. Saludé, largué un mortecino “jojojo” y empecé como loro a cacarear lo aprendido. Iba perfecto con cada niño, y estaban todos emocionados, hasta que llegué a Rafaelito (por supuesto el hijo de la vela), cuyo nombre era en realidad Joaquincito y que me delató como un viejo farsante. Entonces me salvó una de las hermanas de la vela, haciéndome recitar los regalos de los tíos: un solarium en la casa para una tía que tenía uno de esos bronceados que parecía que la señora estuvo congelada en carbonita, como Han Solo; un marido para la tía soltera pero sexualmente activa, un gimnasio para un tío que tuvo un pasado glorioso y que ahora ostentaba un presente grasoso; azúcar para la vela, para que no sea tan amarga, y ahí sí terminó de condenarme al fuego eterno con los ojos, mientras las tías celebraban mi autodestrucción. La media hora siguiente la pasamos con la duende repartiendo uno por uno los infinitos regalos, diciendo el nombre de cada uno, incluidas dos jovencitas de dieciocho, dos rubias espectaculares vestidas de monjas que se avergonzaban de recibir regalos del viejito, viejito que poco podía disimular la cara de “¿por qué mejor no se suben a mi trineo?”. Soltó la señora un cheque, que escribió en forma lenta, pausada y llena de odio, y salimos.

Íbamos a toda velocidad por Walker Martínez a la cuarta casa, cuando nos pilla en un semáforo un fiat palio lleno de neones azules, con un escape que rugía y el woofer haciendo temblar varios estómagos a la redonda. Se asoma por la ventana la versión humana de un pitbull, con un collar de púas en el cuello, los músculos de los brazos que se salían por la ventana del palio y cara de tener pocos amigos (lo que no es verdad, porque al menos tenía uno igual a él en el asiento del copiloto, y dos señoritas con apariencia de sexualmente ávidas en el asiento trasero). Mientras me imaginaba en cuántas formas nos podían destrozar, el pitbull grita: “¡casha, el viejo pascuero!”. “Weeeeena” atiné a contestar, y me puse a cabecear al ritmo del woofer anti digestión. Cabeceamos todo el tiempo que duró el semáforo, y dejé que me adelantaran y se perdieran en la noche. Llegamos a la cuarta casa, donde nos pagaron menos, pero nos quisieron más. Nos sentaron con ellos, saludamos a los niños, conversamos con todo el mundo y nos regalaron galletas. Salimos de ahí más tranquilos –nos quedaba una hora para la última porque nos pidieron llegar después de la una de la mañana-, menos sopeados gracias al frío de la noche, y más contentos con la plata en el bolsillo. Nos estacionamos en una calle oscura a comer galletas, para lo cual me saqué la barba y nos reímos juntos de la maratón navideña, especialmente de las miradas del padre libidinoso hacia ella y las miradas de la vela pontificia hacia mí. A medida que nos acercábamos y hablábamos y nos dábamos cuenta de que no había nadie alrededor, el espíritu navideño se apoderaba poco a poco de mí, pero no hice nada al respecto, más que mirar al frente la oscuridad. Me ayudó a ponerme la barba muy despacio, muy cerca, y sentí el olor a frutilla de sus mejillas pintadas rojas con puntitos. Se alejó y mi barba se enredó en su gorro, y tuvo que acercarse de nuevo para desenredarnos. Todavía me arrepiento de no haber hecho más que prender el motor y partir.

La última casa estaba como la primera, en el borde de un cerro, esta vez al final de Las Condes, dentro de un condominio de esos que se llaman “valle algo”, y que de valle no tienen nada. Tocamos el timbre y nos sorprendió la dueña de casa con una misión comando, que consistía en dejar los regalos y asomarnos al patio donde estaban distraídos los niños, saludar y desaparecer. Al asomarnos al patio los niños prorrumpieron en chillidos y gritos de emoción, y por primera vez en la noche, sentí que era el viejo pascuero, que alguien me había creído. Le sonreí a una niñita crespa y regordeta, y desaparecí dejando retumbar un “¡JO! ¡JO! ¡JO!”, bello y poderoso contra el eco de la loma. Salimos y la señora nos agradeció, nos conversó, nos tramitó hasta que por fin, redactó el cheque. Nos subimos en el auto y se escucha la enorme puerta de la casa abrirse de par en par, y la voz de la niña que grita eufórica y esperanzada primero, apagada y triste después: Y el viejo pascuero se va... en su auto.

Sin pie y sin intereses




Dormía el cojo bajo el Diego Portales.

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