El día en que el Santa Lucía hizo erupción


Comencé a distraerme a los diez minutos de comenzada la clase. Las ganas de escapar son crecientes a medida que los minutos se suceden, y como físicamente la asistencia nos impide huir, me di a la fuga mental, mirando por la ventana hacia la Alameda, intentando refugiarme en el pedacito verde del cerro Santa Lucía que se alcanza a ver desde la sala. Me imaginaba afuera, caminando por la falda del cerro, rehuyendo de las gitanas que te sacan la suerte a la fuerza, cuando me sentí observado por estar mirando hacia la calle, por lo que me encogí en mi silla, mirando al frente. Pocos minutos después me distraje de nuevo, recorriendo con la vista el interior de la sala hasta detenerme en una compañera sentada varios puestos a mi derecha, compañera de la generación de más abajo, porque -por supuesto- estaba haciendo este ramo por segunda vez. Si ustedes supieran el dolor físico, la desidia que produce el adentrarse en el inmenso continente de las normas de derecho canónico, créanme que dudarían de su fe, o de que Dios pudiera mandar a los hombres semejante castigo.

La compañera en cuestión no era especialmente linda, pero tenía algo. Para mis irónicos compañeros, ese “algo” era mi “gusto de artista”, con el que sutilmente me decían que solamente yo podía encontrar linda a esta hija de Eva, en este mar de cabelleras rubias y ojos azules que constituyen la “familia derecho UC”. La muchacha en cuestión por supuesto no era rubia, raza hacia la cual he desarrollado una especie de aversión visceral en estos cuatro años de contemplar sus maneras altivas y miradas indiferentes, y ese rictus permanente que da la sensación, como dijo Harry Potter insultando a la madre de Draco Malfoy, “de estar oliendo mierda todo el tiempo”.

Respecto del “algo” de la morena, por supuesto nunca pude definirlo, pues ni su cara, ni su color de piel, ni sus ojos me daban una clave para definir qué es lo que me atraía de ella. Quizás la actitud, entre concentrada y dormida, con que escuchaba la clase. Quizás era el contraste de color, como en los comerciales de Benetton. Lo más probable es que no fueran más que las ganas de encontrar un foco donde posar mi escasa atención mientras la profesora transmite con las formas de alejarse de la iglesia, formas que fui revisando en mi mente y comprobé –con una mezcla de risa y pena- que las cumplía todas.

Así, mientras mentalmente despotricaba contra el derecho canónico, destruía la raza aria y me imaginaba en un contexto muy distinto con la morenita, iba cayendo ordenadamente en herejía, apostasía y cisma.

Cuando ya van los noventa minutos de tiempo reglamentario, que son los que resisto despierto de las dos horas cuarenta que duran los dos módulos seguidos de la clase, mi única preocupación consiste en tener a mano un chaleco mullido, para no despertar con la cabeza zumbando por haber tenido la frente cargada contra la mesa por más de una hora.

Poco a poco y tratando de no roncar, caigo en un profundo y oscuro sueño, en el cual un negro gordo y engominado dirige a un ejército de caníbales que captura mujeres rubias y las quema en hogueras gigantes, por haber sido herejes y apóstatas y cismáticas. Luego aparezco yo, sintiéndome culpable por el destino de las rubias, las cuales intento salvar de alguna forma, ayudado por una interesante morena en taparrabo, que conoce túneles subterráneos y vías de escape por las que evacuar a las mujeres atrapadas. Dado el alboroto propio de la guerra y la profundidad del sueño, los temblores en la clase de derecho canónico, eran para mí los temblores propios de un ejército de caníbales persiguiéndome mientras corría de la mano con la intrépida morena. El extraño olor a humo y ceniza era producto de la hoguera, y los gritos de las rubias eran los gritos de las rubias. Sólo me llamó la atención, que las rubias en el sueño, en lugar de gritar “socorro, socorro”, gritaran “el cerro, el cerro.”

Cuando desperté, no había nadie en la sala.

1 comentario:

  1. ¿Te ha pasado que escribes un comentario todo inspirado, y que sientes te ha quedado relindo, y que no se guarda? Pues eso me pasó ahorita...
    Te decía, entre otras cosas, que tu prosa me parecía amable. Intentaré volver luego ello. Por ahora, que sepas que te leo... y me lo paso de maravilla.

    Saludísimos.-

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