21 kilómetros


Empecé a correr para poder dormir. Sólo si llego físicamente agotado a mi casa, puedo cerrar los ojos y no pensar en ella toda la noche. Ni las pastillas, ni los jarabes, ni las respiraciones o las flores de Bach logran lo que logra una buena sesión de trote en mi organismo. Ya han pasado casi dos años desde que le di ese único beso en el campamento, y sigo sin embargo, esperando. No sin fundamento: me llama a veces, me postea a veces, salimos una vez. Por otro lado, me ignora: nunca me contesta si la llamo, nunca responde mis posteos, casi nunca (una vez sí) quiere salir. La incertidumbre me saca de mi casa con las zapatillas puestas, me hace recorrer varios kilómetros. Eso sí, yo ya controlo mis expectativas. Sé que cuando me dice que viene, no viene. Aunque me cuesta no tener esperanzas. Por eso corro. Me inscribí para una media maratón, voy a correr 21 kilómetros, para darle sentido a tanta carrera, más allá de cansar mi cerebro. Por supuesto que me dijo que iba ir y por supuesto que no va a estar. Comienzo corriendo sumamente tranquilo, manteniendo un ritmo constante, a pesar de que veo como algunos pasan desaforados corriendo a mi lado. “esos no llegarán lejos” pienso mientras los veo alejarse. A los primeros cinco kilómetros los desaforados empiezan a quedar atrás, caminando, tocándose la puntada que les duele, o sencillamente arrodillados sin aire a un costado de la pista. Los primeros diez kilómetros de la carrera fueron relajados, pues es la distancia que suelo correr. En el tramo que seguí la cosa se empezó a poner pesada y necesité de toda mi concentración y energía. Tenía que ordenar a mis pies constantemente cada paso, para que no se arrepintieran, para que no sintieran dolor. Entonces ocurrió un milagro: dejé de pensar en ella. Sólo mi cuerpo y la orden que le daba de moverse. No había espacio para nada más. Tal era mi fatiga y concentración, que logré para el kilómetro 15 ir avanzando hacia la meta y no escapando de donde partí (el beso maldito). Todo en mí era llegar a esa meta, demostrarme que podía, completar mis 21 kilómetros. Entonces la vi: gritando entre el público, mirándome fijamente, aplaudiendo. Mis piernas empezaron a temblar, pero me controlé y supe de pronto lo que tenía que hacer. Enfilé por la orilla de la pista a toda velocidad, me salté la cinta de contención y la tomé entre mis brazos mojados y mientras brillaban sus cabellos cobrizos, acerqué mis labios esa boca con la que soñaba despierto todas las noches y que tantos kilómetros me había hecho correr. Me corrió la cara, se soltó de mis brazos y me miró, entre divertida y sorprendida, como si mis sentimientos hacia ella fueran una sorpresa. Las risas y las burlas comenzaron a sonar a mi alrededor, me metí en la pista pequeño y rojo y troté despacio un kilómetro más, en dirección contraria a la carrera, hasta que vi al costado una calle despoblada por donde me metí, alejándome de los gritos de los corredores que me esquivaban de frente.. Los cinco kilómetros que me quedaban los completé en silencio y casi sin respirar en dirección a mi casa. Hoy el cansancio no me va dejar dormir.

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